jueves, 10 de julio de 2008

LAS «POSIBILIDADES» DE ROCÍO SILVA


Aunque sin mayores méritos, salvo el tema del que habla la poeta: «mujeres […] violadas y violentadas por el personal militar cuando muchas veces sin motivo alguno, fueron acusadas de terrorismo. De la misma manera, los miembros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru secuestraron a muchas jóvenes bajo el pretexto de la militancia guerrillera pero con la finalidad última de convertirlas en esclavas sexuales (p. 11)», Rocío Silva Santisteban (Lima, 1963) fue galardonada por Las hijas del terror con el Premio Copé de Plata en la XXII Bienal de Poesía, premio Copé, que organiza PETROPERÚ, en el año 2005.

Ya desde el inicio del texto Rocío ingenuamente se excusa (y se justifica) diciendo que el texto es «un intento por poetizar el miedo, el dolor, la indiferencia y la crueldad. No puedo hablar “en vez de” las mujeres que sobre sus cuerpos llevan la marca del sometimiento y la humillación. Trato de acercar mi palabra, en la medida de mis posibilidades y limitaciones, a las huellas que sus cuerpos dolientes han dejado sobre todas nosotras y nosotros, huellas que con increíble autoritarismo monologante la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar (Ibíd., subrayado mío)».

Sin embargo, más allá de esta “pretensiosa” reflexión, casi nada de esto ocurre. Al terminar de leer el libro, uno se da cuenta que en realidad la mayoría de los textos (salvo excepción de los poemas de las páginas 17, 19 y 20), sólo son confesiones —casi existenciales— de mujeres de la clase media capitalina (y por ende urbanas) que no vivieron directamente estos sucesos, y donde el cuerpo y el dolor —característica de sus libros anteriores— sumados a la soledad, se asocian para darnos una lectura más urbana (obviamente) que campesina (o “andina”) de este conflicto que Rocío en un principio “intenta” poetizar.

Así en el poema de la página 16 nos dice: «No quiero morir / sólo descansar / permanecer suspendida como una nube / flotar y dormir / arder y perder la forma / como un gas evanescerme / a lo largo de un extenso territorio / fugar del cuerpo / extenderme hasta llegar al lugar del vacío // No quiero morir / sólo hacerme daño / un vidrio una estaca un punzón / cualquier cosa que me agreda un poco / algunos tajos cerca del talón / una gillette como un pincel / la paleta empapada de rojo / la nariz también enrojecida / endurecerme / una roca maciza / un monolito de carne.»

De esta manera, se puede entender que el discurso va más allá de los atisbos de aquella reflexión —casi— existencialista de la que hablé líneas arriba, hasta llegar a esa etapa patológica que todas las grandes urbes tienen: el intento (autodestructivo) de suicidio: «me tomo una taza de café / y dos lexotanes / y dos urbadanes / y dos actifeds / y me vuelvo a tirar sobre las sábanas / me acurruco entre las frazadas / para no escuchar ni sentir // y quisiera apagar la luz / clic / para siempre. (p. 23)»; producto talvez de las peripecias que dicha clase media pasó en el quinquenio 1985-1990: «Yo abro las piernas y dejo / que él fornique sobre mí como un cerdo / como un cerdo rosado / —frota tu sucio placer, ¡frótamelo!— / por un kilo de azúcar / una lata de leche. (p. 34)»; «Domingo. Despierto con el ruido del mar / golpeando la pared del acantilado / tengo el libro de Eliot sobre las piernas / al frente, en la cuna, la niña infla los cachetes y parece / que va a pronunciar la magnífica palabra. (p. 33)».

También es notorio, que, en algunos poemas, Rocío Silva se deja ganar por una sociologizante “perspectiva de género (poético)” —«Pobreza: ¿es o me parece nombre de mujer? (p. 32)», «es absurda la frivolidad de este sufrimiento, lo sé, / estudio el sistema sexo-género / la ciudad y la individuación / pero más allá de mi razón / algo supura (p. 36)» —, y una ineludible y temporal “retórica posmoderna” —lo que ella llama, al cerrar el libro, “mixes y samplers”—, algo que, creo, es totalmente válido, pero que, de alguna manera, desvirtúa el metarelato que ella misma plantea al comienzo, pues, «no hay cuestión de género que condicione el discurso ni la lengua: son la identidad y la pertenencia, ahora sí, las que señalan el espacio de acción», dice Ramiro Vicente, respecto a este texto.

Quizá una bondad (?) del libro radica en ese trabajo de imaginación (no palabra imaginada) cercana, en algunos casos, a la de telenovela mexicana (véase el título): dramática, emotiva y mediatizante, donde la mujer se hace la víctima (o se victimiza) cumpliendo perfectamente su rol de mártir (no por que ella lo quiera, sino porque así estipula el guión), sin que, por ende, no haya nada reivindicativo: «no más, por favor, no, no, déjenme morir / cuatro cinco seis / ya no, Dios, ya no, ya no / siete / estaba completamente muerta, muerta, muerta, / ocho (p. 21)»; «ya no más, ya no más por favor / no apagues la luz, deja eso, / no, no lo hagas, / ya no quiero, no me obligues / me duele, no me trates así (p. 66)».

Y salvo algún atisbo de reflexión en dicho guión «Una sombra en la azotea desaparece / ante el primer rayo de sol / son el mal y el pecado que huyen / para luego asaltarme por la espalda. (p. 47)»; «acá está lo tan esperado, papá —grita / un precioso bocado de tu propia carne / me arrancho el trozo y te lo devuelvo / y no me vuelvas a llamar bastarda / come de mi carne (pp. 64-65)», la poeta (no sé si intencionalmente) se convierte en la constructora de una realidad demasiado centrista, lo que llamo simplemente como la “versión del fizgón”, y que da paso a la descripción de una realidad “hegemonizante” de la que toda metrópoli se jacta para saberse conocedora de su misma periferia.

¿Sino, por qué asumir la voz de otras personas, así sea, si éstas no tienen los medios para hacerlo? Santisteban cae, pues, en lo que ella misma ha dicho con respecto a Cecilia Valenzuela, ha utilizado ese estilo testimonial “no personal” del conflicto interno «para convencerse a sí mism[a] de su bondad: asumiendo que el otro, […] es un ser que debe ser tutelado y encaminado por la vida»; por ello, no me parece que quede librada de la “demagogia y del populismo” tal como manifestara Javier Ágreda, respecto al libro.

Para terminar, tal vez, sería bueno recomendar para más adelante un buen tema para que Rocío Silva escriba: el problema de las “Trabajadoras del hogar” algo que supongo, sí debe estar más cercano a su entorno y donde ella probablemente sí sea una testigo fiel y de esta manera pueda retratar lo que también «la ciudad letrada se ha negado la mayoría de las veces siquiera a mirar»; pues no creo que ellas también crean que «Gozar y moverse, gozar y moverse, gozar / y moverse: a eso debería estar resumida / la historia de la eternidad. (p. 39)».

Las hijas del terror, 81 pp.
Rocío Silva Santisteban
Lima, Ediciones Copé, 2007.


Más sobre la autora, ver su blog, Ciberayllu y Ramiro Vicente
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