lunes, 5 de mayo de 2008

EL SUPERREALISMO QUE ES «NADA»


Hay escritores que sólo escriben dentro del «canon» que establece la metrópoli, y de pronto, son universales, cosmopolitas, se autodenominan “ciudadanos del mundo”, conocedores absolutos de cualquier realidad, como si todo fuera homogéneo. Sin embargo, hay también escritores que, partiendo desde su propia periferia, cogen dicho «canon» y lo hacen suyo, le dan otro “rostro”, otra identidad (caso Arguedas, Churata, Vallejo u Oquendo por ejemplo; o como el desarrollo de cualquier cultura). Y esos son los que más me gustan, porque tienen más oficio, porque siempre están al límite de la resistencia por la diferencia (ese enfrentamiento “brutal” con la palabra) para que el «nosotros» siga existiendo; y porque su trabajo es una lucha constante por la defensa de aquello que el «otro» considera inferior o incivilizado.

Y es ahí donde considero al poeta Luzgardo Medina Egoavil (Arequipa, 1959), no por exceso de halagos, sino por su trabajo silencioso, el que a pesar de haber sido merecedor de innumerables premios y distinciones (Premio Nacional Cesar Vallejo del diario El Comercio y mención honrosa en el III Concurso Nacional de Poesía de la Asociación Cultural Peruano Japonesa en 1994; mención honrosa en el premio COPÉ de 1993, luego dos veces finalista (1995-2005) y recientemente, tercer lugar en el mismo concurso; entre otros), todavía sigue siendo invaluado, desaparecido en los estudios y las antologías que la metrópoli produce —sobre todo de la etapa «sinonímica» que algún aprendiz de historiología ha denominado como generación de los 80—.

Sin embargo, y al margen de ello, es bueno reconocer —más allá de lo local—, a Jorge Cornejo Polar como uno de los primeros en decir algo acerca de este poeta. Cuando se publicó Ad Libitum (Premio César Vallejo) en 1995 escribió en la contratapa que «la fuerza del impulso poético [de los poemas del texto] es como un viento que envuelve y transfigura (casi) todo. El pasado y lo presente, lo regional y lo universal, el paisaje y las comarcas interiores, los viajes siderales y el transitar del alma, la subjetividad y la otredad». Y sobre el lenguaje, que «concurren entremezclándose un surrealismo puesto al día y lo coloquial purificado aunque sin duda es una imaginación sin fronteras el verdadero secreto de su poder».

Y es justamente desde ahí que, líneas arriba, hice referencia sobre el escritor que coge el «canon» y lo hace suyo; porque el superrealismo de Medina no es el manifestado por André Bretón, luego importado por César Moro; sino más bien es más nuestro (más autóctono, digamos): mezcla de lo irracional en un contexto racional “andino” (palabra que, por cierto, no me gusta, pero que utilizaré hasta encontrar otra mejor) —una especie de antagonismo al realizado por el otro bueno: Juan Cristóbal—, con ribetes de barroco (paradigma de nuestros orígenes como disolución), cierto coloquialismo, y mucha carga de ironía —sátira, donaire digamos— que hacen de Nada —sétimo trabajo del poeta y finalista del Premio COPÉ de poesía 2005— uno de los mejores libros publicados en el año 2007, a pesar del premio y a pesar de las listas que aparecieron en algunos diarios de Lima.

Por ejemplo, en la página 19: «En primavera el maya contaba historias con su dedo nocturno, / Es fácil advertir que lo hacía alrededor de una fogata mientras / El viento dormía patas arriba, la luna miraba detrás de todo, / Detrás del mismo detrás. Más al sur el aymara estiraba la piel de su / Existencia con cuatro estacas, sin ninguna malicia, pues solamente / La malicia es patrimonio de quien hace milagros en el interior / De un avión fantasma que cubre la ruta Mentira/Verdad/Mentira / Por tan sólo 20 luciérnagas antes de morir somnoliento y ciego. / El quechua seguía esperando el retorno de su padre inca, ya que / Le había sido revelado en sueños que cuando las rosas ardan / Sobre la desgracia y la luz como un perro sin nombre camine por entre / Las tumbas de las torres gemelas volverá el Señor de la Eternidad, / Obvio, que este Gran Señor era conocido como Apu Tiqsi Wiracocha».

Pero, más allá de este referente, en realidad, Nada nos conduce a ese tema universal de nuestra existencia: la muerte, es decir, nuestra «no existencia» simbolizada a través de la palabra “nada” (antítesis de todo lo que “existe”), la que es sumada «a ese laberinto imaginativo [discurso poético plural, impregnado de una magia surrealista admirable], una honda meditación sobre el misterio de la vida y el hombre (José Gabriel Valdivia)»: «La nada existe con su tos tísica, pero existe. Herida, lisonjera, / Sin sostén, con sus cejas indecentes, con su árbol proscrito, existe. / Con sus hombros lácteos que provocan besarlos, con su biografía / Recién escrita en los manuscritos del aura y con sus bosques de / Música líquida la nada se pasea oronda delante de quien la negó. / Somos —no se olviden— la imagen y semejanza de la nada purísima (p. 73)».

Y, ¿Por qué Nada y no Adán?, se pregunta Ladislao Plasencky en el prólogo; porque «el poeta cree profundamente en el misterio de las cosas. Cada verso es una metáfora, una alegoría o un símbolo de algo. En este libro se acerca (armado de lanzas, de huesos y mil escudos nadánicos de jade) a la cima total de la fantasía, el barroco y el surrealismo»; y porque, además, finalmente todos estamos construidos por la nada: «¿Acaso le ganaste la batalla a la muerte, a esa inocente muchacha / Que va temblequeando por el cementerio matinal, delante de la mula, / Del enano legañudo, del eunuco que guarda hostias en sus bolsillos, / Del bandido que se pasa la vida robándonos el aire, de la lesbiana / Envuelta en un manto de abejas tiznadas, del gay sin cabeza? […] La lucha, entonces, no es contra la muerte, sino contra la nada, / Contra la nada ascendente, obsesiva, desolada y renqueante (p. 45)».

Vuelvo entonces nuevamente a JGV: «La tensión entre lo fantástico y lo reflexivo, se trenzan a menudo en efectos felices que el lector atento descubre con fascinación y arrobamiento. Esto le da a su poesía un matiz esencial y lo aleja de la aparente superficialidad». Así es: «No sabías o no aprendiste a llorar, es que llorar es un / Privilegio de los genios. Si alguien llora por llorar, / A cualquier hora, pone en peligro al género humano. / Una lágrima fingida puede causar un mal paleolítico. (p. 59)»; «Jamás la historia hablará bien del olvido y de los psiquiatras, / Jamás el beso será blanco en la cara del muerto imaginario. […] Jamás el espejo reflejará el rostro del amor y del sueño, / Jamás la luna jugará ajedrez con el destino tuyo o mío, / Jamás nuestra memoria se arrastrará como filosofía servil. […] El universo, así como las mayúsculas, sigue creciendo en / Su laberinto, no por simple alquimia o vacía exaltación, / Sino porque la historia solamente guarda silencio / Y el silencio está hecho de retórica y crueles diabluras. (pp. 21-22)».

Y es que, todo este “efecto feliz” causa una asombrosa reflexión de las cosas más simples y cotidianas: «Qué gordo el vacío que llama por teléfono preguntando por nadie, […] Qué gordo el viento que se lleva nuestra desesperada mitología. (p. 58)», luego se transforma por arte de magia (No en vano se cita a Bagdad) en poesía: «Tener una caracola o un violín puede ser lo mismo, el caos —todavía / Hermoso— trae las palabras más veloces y da gusto exterminarlas. (pp. 47-48)», o meras cavilaciones de nuestro propio origen «Vivo prestándome días de otros: del que duerme sobre una alfombra, / Del que alumbra en la oscuridad con una de sus lágrimas, del que / Viene desde nada con nada, del que huye de su propio semen. (p. 24)» para terminar nuevamente en la magia-poesía: «Encontrarse —de pronto— con Kafka y decirle que la muerte no es sino / La reliquia que a todos nos toca. (p. 65)».

No hay duda sobre esta imaginación desbordante que Luzgardo nos dispara a mansalva, y de la que, además, se podría seguir hablando; pero mejor concluyo tentativamente con esta afirmación que Plasencky hace sin ningún tipo de reparo: «con su estilo y técnica ha creado un hueco negro en la Poesía Peruana. Es decir, se alimenta de luz, de naturaleza, de astros, de seres indescriptibles, de vida cotidiana. […] [puesto que] quien se mete en esta selva enmarañada de belleza, corre el riesgo de quedar encantado y no salir jamás».

Nada, 75 pp.
Luzgardo Medina Egoavil
Arequipa, Editorial UNSA, 2007.
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