miércoles, 14 de mayo de 2008

GEOGRAFÍA(S) DE LUIS PACHO


Vivimos en la desmodernización (a partir del momento en que disminuyó el control de la sociedad sobre sí misma, y en especial cuando, luego del éxito del Estado de derecho monárquico y después el del Estado nacional republicano, la democracia social y el Estado-providencia, se produjo el gran desgarramiento que separó a la economía globalizada de identidades que dejaron de ser sociales para convertirse o reconvertirse en culturales) y no en la posmodernidad, dice Alan Touraine. Sin embargo, —y para nuestro modelo de sociedad(es) latinoamericana(s) en la que vivimos—, muchos economistas (y sociólogos) continúan repitiendo que la «tradición» no es compatible con la «modernidad» (separación de “naturaleza” y “Sujeto” combinada a la asociación “crecimiento económico”-“individualismo moral”, en el marco del “moderno” Estado-nación: Touraine).

Pero, ¿hasta qué punto podemos estar de acuerdo con ello? En Geografía de la Distancia del puneño Luis Pacho (Laraqueri, 1969), —a pesar de vislumbrarse dicho enfrentamiento—, esta relación más bien parece todo lo contrario, el juego pasado-presente-pasado es ratificado cuando se afirma que «Ante la amenaza del crepúsculo de rociar / todo lo que resta con el color negro de la noche, / nos quedan los viejos ceramios / o las bancas olvidadas de los parques (p. 16)» o cuando «Detrás de las palabras / que aún sacuden / el desvelo de antiguas memorias, / una ciudad se desploma […]. Sin embargo en esta calle / por donde nunca nos hemos ido / los musgos nos abrazan / tibiamente los tobillos (p. 31)».

Esta especie de complementariedad —ya etiquetada como «posmodernidad(es) andina(s)»—, existe porque dicho juego dialéctico se refleja a través de la alusión —geográfica— de “lejanía” a todo lo que modifica y construye al mismo hombre: el paisaje, el tiempo, el poblador local, los lugares míticos que tiene algún tipo de significancia (tal vez divina), los familiares próximos (y también los que han muerto), las comarcas, villas o centros poblados rurales con sus pequeñas casas vistas como acuarelas costumbristas, y finalmente al pasado; pero también al presente, que se vuelve nuevamente pasado. Como dice Pacho «todo podía formar parte del mismo instante, (p. 55)».

Estas referencias —del pasado sobre el presente (o viceversa)—, se nombran o se insinúan, pero no como una posición de vieja añoranza romántica («utopía arcaica» según Mario Vargas Llosa), sino, como una forma de seguir siendo apátrida, distinto, uno mismo, sin eras...; y por el hecho de que uno, también, puede vivir sin tiempo —o su contexto—, mas no detenido y esperando que occidente lo clasifique y lo denomine, extremadamente, como subdesarrollado. De ahí que Pacho diga irónicamente que «Ciertos arqueólogos buscan / evidencias concretas de nuestro pasado (p. 73)», las cuales no sabemos si aún han sido encontradas, ya que «Nosotros supimos del tiempo / cuando viramos al olvido el rostro / de los siglos amontonados a la intemperie (p. 68)».

Aquí radica el secreto de este texto: la llenura de una simbología mítica, ancestral, —oriunda digamos—, la misma que permite que los versos puedan subir hasta los más altos niveles de su propio lirismo (¿quién puede juzgarlo, o cómo se le puede interpretar?, véase por ejemplo la poesía quechua recopilada por Arguedas) y su poyesis: «Un colibrí vuela buscando / un pedazo de / vacío azucarado. […] Y entre la manera / cómo el silencio descubre / mis párpados entumecidos, / la distancia es alguien / que construye mis ojos (p. 37)».

Y es que todo lo que se ha dicho de lo nativo ha sido siempre desde la distancia, bajo esa posición que Partha Chatterjee denomina «la cuestión de [la] incomprensión cultural»; es decir, cómo el “otro”, o el occidental, nos ha construido; y, más cercanamente, cómo también nuestra propia metrópoli lo ha hecho; cómo hasta ahora continúa haciéndolo —con demasiada “pretensión”—, con ese desentendimiento y ese «canon» aplicado hacia cualquier tradición cuya vigencia no es, por decirlo así, occidental, (el conflicto entre andinos y criollos surgido entre ellos por ejemplo, el indigenismo para nosotros, o la actual folclorización de lo no criollo). Pero también, y gracias a esto, cómo también “nosotros” nos hemos construido.

No intento decir que Pacho es un poeta quechua (o aymara, dado su origen), sino, más bien, hablo de un poeta tras una búsqueda en su propia mitología, y, en todo caso, también de un hallazgo: un lirismo rural (tomando lo rural desde las perspectivas de la “nueva ruralidad” en la sociología) que mezcla lo cotidiano, lo urbano y lo rural, con el mito, la tradición y el progreso —como un círculo—, pero no de manera atávica; por ejemplo: «[…] en algún rincón / de su memoria pueblerina. // No importa si a su lado se acumulan / los años como sierpes envenenadas. (p. 41)»; o en «DETÉN LOS / CALENDARIOS, / PACHAMAMA. / CUELGA / ESTA NUBE / VIAJERA. / VELA SU / FORTUNA / NÓMADA, / SU DESVELO / DE SUMAS / INSOLUTAS (p. 28)». Todos en un mismo contexto: el altiplano con su gran lago, símbolo del origen: «Detrás de un espejo azulino / que cobija cielos y leyendas, / el lago es el destino de hombres gaviotas. (El embrión nativo, o concreción vital / de rostros milenarios) […] y de ciudades dormidas bajo el lecho de su / mitología. Las nubes son los rostros / que la edifican, los que habitan sus lejanas travesías (p. 71)».

Y esta tradición, a la vez, se contrasta con aquella modernidad propia de su misma marginalidad dentro del espacio nacional, la misma que también ha parecido aberrante (o mal concebida), como el surgimiento de Juliaca por ejemplo, —dicho sea de paso, contexto más inmediato de (des)modernidad en la periferia de Puno—, que crece acompañada del desorden, el caos, con una disposición brutal (sin lástima alguna) y azarosa de su granulometría y sus calles; la que finalmente y de alguna manera trastoca —para los “otros”— la racionalidad de sus habitantes, también de origen altiplánico: «La calle hizo mi sombra / bajo hojas de otoño / y como buses del día. […] Todo termina en un día / parecido a la vida y a la muerte (p. 18)»; «Tiempos que coronan las mismas / horas. El hielo en el fondo de / una vieja laguna. […] Salir airoso del trueno. O doblar una simple / esquina y perecer al filo de una noche / sin responder a tu propia sombra (p. 36)».

Pero la modernidad también muestra su otra cara, y está presente en ese aire ineludible de Oquendo: «LOS ROSTROS / DISPERSOS DE / LA CIUDAD / INVENTAN UN AUTOBÚS / PARA LA LUNA, / LA TARDE VISTE / OTRA SILUETA / EN EL TRANVÍA / DE SIEMPRE / Y LOS DÍAS / ATRAVIESAN / SIN PRISA / LAS CALLES VACÍAS / DEL VECINDARIO (P. 25)». Y va por otros extremos: «Cuántas horas apátridas buscarán / la partitura del silencio que nos manchará / la frente y la espalda con su hoja de dudas. […] al compás de nuestros huaynitos de moda (p. 20)»; «[…] siempre decían que venía / otro día al final de la tarde (p. 32)»; «Sé que la tarde / deja de correr para darnos la espalda. […] Sé del hueco […] Que oculta las apariencias ruinosas / de la tarde mientras huye con la / mancha del tiempo en mis costillas. // ¿Y SI ES LA MARCA DE SANGRE / QUE DEJAMOS EN EL MISMO / INSTANTE DE LA MUERTE? (P. 23)».

Finalmente, puedo concluir al terminar de leer este libro, que desmodernización y posmodernidad son sólo otros “mitos” que el hombre (re)inventa para seguir tratando de entenderse (y no para entender); y lo que definitivamente cuenta no es ello sino la distancia que uno escoge para vivir, para ser uno mismo, sin permitir que con esto se nos continúe etiquetando. Al diablo entonces con la des y la pos, que eso también es válido. Quizá lo único que nos sirve para seguir teniendo esta distancia, es saber que «Un poema duerme al filo de un lápiz (p. 56)» y puede ser escrito con «La misma palabra / que me puso el nombre (p. 44)». Ya que como todo cambia pero sigue siendo lo mismo «Viejos caminantes verán partir [más allá de nuestro tiempo, estas terribles y] lejanas historias (p. 38)».

Geografía de la Distancia, 83 pp.
Luis Pacho
Lima, Arteidea Editores, 2004.


Más sobre el autor, ver Urbanotopía y Gustavo Tapia

lunes, 5 de mayo de 2008

EL SUPERREALISMO QUE ES «NADA»


Hay escritores que sólo escriben dentro del «canon» que establece la metrópoli, y de pronto, son universales, cosmopolitas, se autodenominan “ciudadanos del mundo”, conocedores absolutos de cualquier realidad, como si todo fuera homogéneo. Sin embargo, hay también escritores que, partiendo desde su propia periferia, cogen dicho «canon» y lo hacen suyo, le dan otro “rostro”, otra identidad (caso Arguedas, Churata, Vallejo u Oquendo por ejemplo; o como el desarrollo de cualquier cultura). Y esos son los que más me gustan, porque tienen más oficio, porque siempre están al límite de la resistencia por la diferencia (ese enfrentamiento “brutal” con la palabra) para que el «nosotros» siga existiendo; y porque su trabajo es una lucha constante por la defensa de aquello que el «otro» considera inferior o incivilizado.

Y es ahí donde considero al poeta Luzgardo Medina Egoavil (Arequipa, 1959), no por exceso de halagos, sino por su trabajo silencioso, el que a pesar de haber sido merecedor de innumerables premios y distinciones (Premio Nacional Cesar Vallejo del diario El Comercio y mención honrosa en el III Concurso Nacional de Poesía de la Asociación Cultural Peruano Japonesa en 1994; mención honrosa en el premio COPÉ de 1993, luego dos veces finalista (1995-2005) y recientemente, tercer lugar en el mismo concurso; entre otros), todavía sigue siendo invaluado, desaparecido en los estudios y las antologías que la metrópoli produce —sobre todo de la etapa «sinonímica» que algún aprendiz de historiología ha denominado como generación de los 80—.

Sin embargo, y al margen de ello, es bueno reconocer —más allá de lo local—, a Jorge Cornejo Polar como uno de los primeros en decir algo acerca de este poeta. Cuando se publicó Ad Libitum (Premio César Vallejo) en 1995 escribió en la contratapa que «la fuerza del impulso poético [de los poemas del texto] es como un viento que envuelve y transfigura (casi) todo. El pasado y lo presente, lo regional y lo universal, el paisaje y las comarcas interiores, los viajes siderales y el transitar del alma, la subjetividad y la otredad». Y sobre el lenguaje, que «concurren entremezclándose un surrealismo puesto al día y lo coloquial purificado aunque sin duda es una imaginación sin fronteras el verdadero secreto de su poder».

Y es justamente desde ahí que, líneas arriba, hice referencia sobre el escritor que coge el «canon» y lo hace suyo; porque el superrealismo de Medina no es el manifestado por André Bretón, luego importado por César Moro; sino más bien es más nuestro (más autóctono, digamos): mezcla de lo irracional en un contexto racional “andino” (palabra que, por cierto, no me gusta, pero que utilizaré hasta encontrar otra mejor) —una especie de antagonismo al realizado por el otro bueno: Juan Cristóbal—, con ribetes de barroco (paradigma de nuestros orígenes como disolución), cierto coloquialismo, y mucha carga de ironía —sátira, donaire digamos— que hacen de Nada —sétimo trabajo del poeta y finalista del Premio COPÉ de poesía 2005— uno de los mejores libros publicados en el año 2007, a pesar del premio y a pesar de las listas que aparecieron en algunos diarios de Lima.

Por ejemplo, en la página 19: «En primavera el maya contaba historias con su dedo nocturno, / Es fácil advertir que lo hacía alrededor de una fogata mientras / El viento dormía patas arriba, la luna miraba detrás de todo, / Detrás del mismo detrás. Más al sur el aymara estiraba la piel de su / Existencia con cuatro estacas, sin ninguna malicia, pues solamente / La malicia es patrimonio de quien hace milagros en el interior / De un avión fantasma que cubre la ruta Mentira/Verdad/Mentira / Por tan sólo 20 luciérnagas antes de morir somnoliento y ciego. / El quechua seguía esperando el retorno de su padre inca, ya que / Le había sido revelado en sueños que cuando las rosas ardan / Sobre la desgracia y la luz como un perro sin nombre camine por entre / Las tumbas de las torres gemelas volverá el Señor de la Eternidad, / Obvio, que este Gran Señor era conocido como Apu Tiqsi Wiracocha».

Pero, más allá de este referente, en realidad, Nada nos conduce a ese tema universal de nuestra existencia: la muerte, es decir, nuestra «no existencia» simbolizada a través de la palabra “nada” (antítesis de todo lo que “existe”), la que es sumada «a ese laberinto imaginativo [discurso poético plural, impregnado de una magia surrealista admirable], una honda meditación sobre el misterio de la vida y el hombre (José Gabriel Valdivia)»: «La nada existe con su tos tísica, pero existe. Herida, lisonjera, / Sin sostén, con sus cejas indecentes, con su árbol proscrito, existe. / Con sus hombros lácteos que provocan besarlos, con su biografía / Recién escrita en los manuscritos del aura y con sus bosques de / Música líquida la nada se pasea oronda delante de quien la negó. / Somos —no se olviden— la imagen y semejanza de la nada purísima (p. 73)».

Y, ¿Por qué Nada y no Adán?, se pregunta Ladislao Plasencky en el prólogo; porque «el poeta cree profundamente en el misterio de las cosas. Cada verso es una metáfora, una alegoría o un símbolo de algo. En este libro se acerca (armado de lanzas, de huesos y mil escudos nadánicos de jade) a la cima total de la fantasía, el barroco y el surrealismo»; y porque, además, finalmente todos estamos construidos por la nada: «¿Acaso le ganaste la batalla a la muerte, a esa inocente muchacha / Que va temblequeando por el cementerio matinal, delante de la mula, / Del enano legañudo, del eunuco que guarda hostias en sus bolsillos, / Del bandido que se pasa la vida robándonos el aire, de la lesbiana / Envuelta en un manto de abejas tiznadas, del gay sin cabeza? […] La lucha, entonces, no es contra la muerte, sino contra la nada, / Contra la nada ascendente, obsesiva, desolada y renqueante (p. 45)».

Vuelvo entonces nuevamente a JGV: «La tensión entre lo fantástico y lo reflexivo, se trenzan a menudo en efectos felices que el lector atento descubre con fascinación y arrobamiento. Esto le da a su poesía un matiz esencial y lo aleja de la aparente superficialidad». Así es: «No sabías o no aprendiste a llorar, es que llorar es un / Privilegio de los genios. Si alguien llora por llorar, / A cualquier hora, pone en peligro al género humano. / Una lágrima fingida puede causar un mal paleolítico. (p. 59)»; «Jamás la historia hablará bien del olvido y de los psiquiatras, / Jamás el beso será blanco en la cara del muerto imaginario. […] Jamás el espejo reflejará el rostro del amor y del sueño, / Jamás la luna jugará ajedrez con el destino tuyo o mío, / Jamás nuestra memoria se arrastrará como filosofía servil. […] El universo, así como las mayúsculas, sigue creciendo en / Su laberinto, no por simple alquimia o vacía exaltación, / Sino porque la historia solamente guarda silencio / Y el silencio está hecho de retórica y crueles diabluras. (pp. 21-22)».

Y es que, todo este “efecto feliz” causa una asombrosa reflexión de las cosas más simples y cotidianas: «Qué gordo el vacío que llama por teléfono preguntando por nadie, […] Qué gordo el viento que se lleva nuestra desesperada mitología. (p. 58)», luego se transforma por arte de magia (No en vano se cita a Bagdad) en poesía: «Tener una caracola o un violín puede ser lo mismo, el caos —todavía / Hermoso— trae las palabras más veloces y da gusto exterminarlas. (pp. 47-48)», o meras cavilaciones de nuestro propio origen «Vivo prestándome días de otros: del que duerme sobre una alfombra, / Del que alumbra en la oscuridad con una de sus lágrimas, del que / Viene desde nada con nada, del que huye de su propio semen. (p. 24)» para terminar nuevamente en la magia-poesía: «Encontrarse —de pronto— con Kafka y decirle que la muerte no es sino / La reliquia que a todos nos toca. (p. 65)».

No hay duda sobre esta imaginación desbordante que Luzgardo nos dispara a mansalva, y de la que, además, se podría seguir hablando; pero mejor concluyo tentativamente con esta afirmación que Plasencky hace sin ningún tipo de reparo: «con su estilo y técnica ha creado un hueco negro en la Poesía Peruana. Es decir, se alimenta de luz, de naturaleza, de astros, de seres indescriptibles, de vida cotidiana. […] [puesto que] quien se mete en esta selva enmarañada de belleza, corre el riesgo de quedar encantado y no salir jamás».

Nada, 75 pp.
Luzgardo Medina Egoavil
Arequipa, Editorial UNSA, 2007.
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